lunes, 4 de junio de 2012

El castillo blanco 2 - Una discusión pintoresca

 *Tengo que pedir disculpas por mi tardanza en traer la segunda entrega de esta historia. Aquí sigue, espero que la sigáis degustando con alegría. ¿Nunca os ha pasado que estáis en un sueño muy extraño y no sabéis si estáis en una pesadilla o en un mundo de alegre fantasía?*




Padre e hija no tardaron en atravesar por entero la azul pradera. Ante ellos tenían un valle de suave pendiente que terminaba en un riachuelo juguetón de aguas centelleantes al compás del cielo caleidoscópico. Atravesándolo en forma de arco poco regular, seguía el sendero, convertido en puente de piedra oscura, que podría venir de algún volcán. Sorprendente quizá, pero Katherinne estaba distraída, absorta por la calidez de las manos de aquél príncipe encantador que la acompañaba.

Atravesaron el puente, y siguieron hacia el castillo, que crecía a cada pasito. Andando tranquilamente avistaron a dos bultos al lado del portón, que visto ahora captaba a los ojos por su color rojo cristalino, decorado por hilos de metal plateado que lo entrañaban. Katherinne se distrajo contemplándola, hasta que vio que debía preocuparse más por esos dos bultos extraños, color gris oscuro, que empezaban a moverse. Uno de ellos, el más larguirucho, tenía un aspecto muy rígido, como si fuera una persona dibujada con reglas y escuadras. Su cabeza no era menos curiosa, tenía la forma exacta de una cafetera. En la mano llevaba un objeto alargado y polvoriento como ellos, pinchudo. El segundo bulto era más redondeado. Tenía más forma de bulto. Era un cerdo gordito con traje de militar romántico, ojos respingones y cara de chiste. Un chiste muy malo, por cierto. Parecía que no quisieran separarse del portón.

Cuando el príncipe y la pequeña Kathe estuvieron a unos pasos de ellos, la cafetera andante alzó su brazo, emitiendo un sonido de metal chirriante. Con un gesto rápido pero patoso, el cerdo cogió el objeto alargado que restaba en las manos del otro. Ambos forcejearon.

—¿Qué haces, Barry? —dijo la cafetera, articulando las palabras abriendo y cerrando la tapa. Tenía voz de tuberías y castañuelas.
—¡Hay gente, Potty! Me dijo vuestra merced que me dejaría llevar la lanza un rato cuando aparecieran intrusos —se quejó el cerdo, que tenía voz de estofado.
—¡Cerdo bobalicón, eso te lo acabas de inventar! —le respondió, forcejeando. El cerdo le ganaba la batalla porque estaba más ancho.
—¡Eso no es verdad! —soltó finalmente el señor cerdo, tomando la lanza triunfante— Ajá. Mi preciosa lanza. No le va a molestar que la lleve yo un rato.
—Perdonad, caballeros —interrumpió Kountley, que estaba bien sorprendido— ¿A qué se debe esta discusión?
—¿Habéis llamado caballero a ese cerdo engreído? —le preguntó la lata.
—No sea vuestra merced ruda, que con esta afrenta apenas nos hemos presentado —dijo humildemente el cerdo, todo pomposo con su lanza. Se aclaró la voz, y prosiguió—. Yo me llamo Barry, y soy la gárgola cerdo, guardián del Portón del castillo. Éste mochales que tenéis a mi lado, es Potty. No es mala chatarra, pero entre nosotros, tiene muy en la cabeza que es un caballero, cuando sólo es una cafetera.
—Eso no es verdad, Barry. Soy un caballero nombrado por la bruja, y esa lanza es mi arma fiel.
—No tan cierto vuestra merced, pues la bruja nos dio ese arma para los dos, para que así pudiéramos custodiar la entrada del castillo.
—¡Pero si sólo es un palillo grande! -sentenció Katherinne. No le faltaba razón, su preciada lanza no era más que un gran artefacto para sacar los alimentos que se enganchan entre los dientes. Las dos gárgolas se quedaron perplejas. Potty la señaló.
—Oh, menuda desfachatez ha dicho. ¿La has oído, Barry? Es extremadamente divertido -cada vez que terminaba una frase, la tapa chocaba con la parte de abajo de la cafetera, haciendo sonidos de cacerolas, cucharas y platos- ¡Identifíquense, extraños!
—Hola Barry, Potty —dijo Katherinne mientras hacía una dulce reverencia—. Me llamo Katherinne, y soy una niña humana. Él es mi papá, se llama Kountley y es un príncipe, así que tenéis que respetarlo. Queremos entrar.

Su padre se sonrió y la imitó con una reverencia majestuosa.

—¡Oh, un príncipe y una bella infanta tenemos delante! —señaló Potty, reverenciándose. Hizo entonces que Barry también lo hiciera, con un empujón.
—¡Ay! —exclamó Barry— Pues gustoso estoy de saludar a vuestras mercedes. Pero no podéis entrar aquí, porque sólo podrán hacerlo aquellos que tienen el corazón puro.
—Sí —continuó la cafetera—. Y hace siete siglos que no viene por aquí nadie con el corazón puro.

Kountley miró a Katherinne. Sus ojos plateados la mareaban un poco. Ella vaciló momentáneamente, pero se encaminó a pasitos rápidos hacia la puerta. Potty entonces intentó quitarle la lanza a Barry para detener a Kathe, pero quedaron los dos forcejeando con el objeto en medio. Katherinne simplemente pasó por debajo de la lanza. Como era bajita, no tuvo problema. Puso una de sus tiernas manos sobre la puerta de rubíes. Se movió, y no poco, pues en dos segundos quedó abierta de par en par. Los dos guardianes se sorprendieron de la heroicidad de Kathe, y se pusieron a un lado, cediendo el paso a la pareja.

—¡Una niña con el corazón puro! —exclamaron ambas gárgolas a la vez, y se quedaron rígidas, mirando al frente. La lanza estaba en manos de Potty, por cierto. Katherinne se despidió amablemente de los dos simpáticos guardianes. Así, se adentraron en el castillo.

—¿Ves, hija mía? Eres una pequeña heroína —susurró Kountley, orgulloso.

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